19.1.14

JUEGO DE ESPEJOS




Fragmento extraído del libro
La soledad de pararrayos  de J. Ricart



Apoltronado en una de las butacas de la biblioteca, ojeaba un ejemplar en edición facsímil  del  Cajón de sastre del Barón de Maldá, un dietario en catalán de lo más singular a la par que pintoresco, donde se describen fiestas, procesiones, cotilleos de corte y anécdotas varias. Selecciono la ocurrida el 15 de junio de 1796 “En el huerto del Carmen había aquel muchacho que suele estar siempre – por haberlo criado la hortelana, llamado Josep Antón Comes, que me ha saludado por el nombre, yo entreteniéndome con él, por ser  muy cariñosito, tocándole su carita y sus manos; jugaba por allí con otros chavales subiéndose a una carreta y columpiándose sólo por jugar con sus tiernos bracitos. En algunas acciones, alargando el brazo en aquella maniobra de la carreta se le veía un poco el puño de la camisa y un poco unos botones de plata redondos, entre planos y embutidos: moviéndome a aficionar más y principalmente qué cariñosito me ha parecido. (…) confieso que me he aficionado a él, después de haberle hablado, teniendo genio yo de conocer y aficionarme a jovencitos, si tienen buena índole, de doce a diecisiete años, que muchos aún son inocentes y dotados de candidez en las costumbres, que es lo que a uno le gusta (…)  Mientras fisgoneo por sus páginas, compruebo que un estudiante ha ocupado la butaca de enfrente. Intento disimular mi curiosidad, finjo sumergirme una vez más en la lectura. Se ha sentado de lado con las piernas por encima de los brazos de la butaca. Tras encontrar una posición confortable, juguetea distraído con los pies. Parece nervioso. Calza unas zapatillas bastante  sucias y desgastadas con unos calcetines grises con ostentosa marca. Siguiendo un movimiento ascendente sus pantorrillas se asoman por el pantalón corto deportivo. Afortunadamente hace caso omiso a la moda depilatoria. Entre las manos sujeta unos folios garabateados con números y fórmulas en colores fosforitos. Sus dedos son largos y finos, casi delicados. Compruebo que acostumbra a morderse las uñas. De vez en cuando bosteza sin importarle el decoro. Otras veces arrastra su mano por la mejilla para rascarse el mentón y su barbita de tres o cuatro días. Apenas levanta los ojos de sus apuntes. Mecánicamente zigzajean los surcos del papel uno tras otro. En un momento de extremo aburrimiento contrae los antebrazos, ensancha los pulmones, toma aire y ladea hacia atrás la cabeza. Se despereza igual que un forzudo con los brazos en alto. Desentumece así los músculos, dejando dos grietas entreabiertas en su camiseta. Una, la de abajo nos regala el nudo arremolinado de su ombligo. La otra, más arriba, la oscura timidez de sus axilas…


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