Fragmento extraído del libro
La soledad de pararrayos de J. Ricart
Apoltronado en una de las butacas
de la biblioteca, ojeaba un ejemplar en edición facsímil del Cajón de sastre del Barón de Maldá, un
dietario en catalán de lo más singular a la par que pintoresco, donde se
describen fiestas, procesiones, cotilleos de corte y anécdotas varias.
Selecciono la ocurrida el 15 de junio de 1796 “En el huerto del Carmen había aquel muchacho que suele estar siempre –
por haberlo criado la hortelana, llamado Josep Antón Comes, que me ha saludado
por el nombre, yo entreteniéndome con él, por ser muy cariñosito, tocándole su carita y sus
manos; jugaba por allí con otros chavales subiéndose a una carreta y
columpiándose sólo por jugar con sus tiernos bracitos. En algunas acciones,
alargando el brazo en aquella maniobra de la carreta se le veía un poco el puño
de la camisa y un poco unos botones de plata redondos, entre planos y
embutidos: moviéndome a aficionar más y principalmente qué cariñosito me ha
parecido. (…) confieso que me he aficionado a él, después de haberle hablado,
teniendo genio yo de conocer y aficionarme a jovencitos, si tienen buena
índole, de doce a diecisiete años, que muchos aún son inocentes y dotados de
candidez en las costumbres, que es lo que a uno le gusta (…) Mientras fisgoneo por sus páginas,
compruebo que un estudiante ha ocupado la butaca de enfrente. Intento disimular
mi curiosidad, finjo sumergirme una vez más en la lectura. Se ha sentado de
lado con las piernas por encima de los brazos de la butaca. Tras encontrar una
posición confortable, juguetea distraído con los pies. Parece nervioso. Calza
unas zapatillas bastante sucias y desgastadas
con unos calcetines grises con ostentosa marca. Siguiendo un movimiento
ascendente sus pantorrillas se asoman por el pantalón corto deportivo.
Afortunadamente hace caso omiso a la moda depilatoria. Entre las manos sujeta
unos folios garabateados con números y fórmulas en colores fosforitos. Sus
dedos son largos y finos, casi delicados. Compruebo que acostumbra a morderse
las uñas. De vez en cuando bosteza sin importarle el decoro. Otras veces
arrastra su mano por la mejilla para rascarse el mentón y su barbita de tres o
cuatro días. Apenas levanta los ojos de sus apuntes. Mecánicamente zigzajean
los surcos del papel uno tras otro. En un momento de extremo aburrimiento
contrae los antebrazos, ensancha los pulmones, toma aire y ladea hacia atrás la
cabeza. Se despereza igual que un forzudo con los brazos en alto. Desentumece
así los músculos, dejando dos grietas entreabiertas en su camiseta. Una, la de
abajo nos regala el nudo arremolinado de su ombligo. La otra, más arriba, la
oscura timidez de sus axilas…
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